Las letras andantes vagan a veces errantes y otras no tanto. Se mezclan entre otras letras queriendo formar palabras, soñando con oraciones y a veces animándose a saltar algunos renglones si ven alguna palabra que les guste más.

Pueden recorrer muchos kilómetros buscando aquella letra que las hará convertirse en una pequeña silaba, y que en una de esas, si el camino va bien por ahí, dará origen a una historia.
Las letras andantes no son de participar de cualquier mensaje o publicidad, sino que son más gustosas de aquellos textos que buscan sacar una sonrisa, o por lo menos una mueca. Podría decirse que son felices si logran generar cualquier reacción o sensación en aquellos seres que deseen darles vida.




"Y volvió esa sensación que ya tuve en la infancia, sin fijarme en el precio comenzó la abundancia"


Echale (Ejercito Chapatista de Liberación Estomacal)





lunes, 24 de mayo de 2010

El Acordeón de Polvo

En un cuarto olvidado de algún edificio también olvidado, había un Acordeón viejo y destartalado.
Aquel Acordeón miraba los días pasar a través de una pequeña ventana del ático oscuro. Se quedaba sentado e inmóvil, al tiempo que la humedad se apoderaba de sus teclas y botones. El fuelle del Acordeón, que antes hubiera sonado como la misma gloria debajo de los puentes de la ciudad, ahora despedía polvo al contraerse, como sí fuera la respiración de un viejo condenado al olvido.

Muchos años había permanecido el Acordeón en su rincón de melancolía, y sólo de vez en vez experimentaba la sensación de ser observado de nuevo, cuando la puerta del ático chirriaba como un gato en la noche, y la tenue luz de las escaleras de afuera se mezclaba con las migajas de polvo. Aquel ático de melancolía estaba lleno de todos los olvidados de su mundo. Pinos viejos que hubieran sido de navidad, antes en el bosque, antes adornados con pasión y ternura, ahora eran no más que palos secos y desterrados; una bicicleta que no tenía la llanta posterior se equilibraba en otra esquina, siempre perdida en sus recuerdos. Hace mucho que había dejado de pronunciar palabra alguna, su metal antes rosado ahora era rojizo por el óxido, su canastilla colgaba desahuciada de un alambrito pequeño y sus pedales no volverían a moverse jamás.
El ático, era el lugar donde todo aquello que no se quiere más, se olvida; y donde el paso del tiempo tiene una voracidad implacable, comiéndoselo todo a su paso, lenta pero paulatinamente, hasta que tantas cosas que antes hubieran estado ahí, ahora ya habían desaparecido.

EL Acordeón le tenía miedo al tiempo, por que sabía que eventualmente él desaparecería también, junto con los vestidos arrumbados, las pelotas ponchadas, un caballito de palo y aquella bicicleta oxidada.

Una mañana de invierno, blanca y luminosa, el Acordeón se despertó alarmado. La puerta del ático estaba abierta de par en par, y un niño pequeño hacía crujir las vigas viejas del suelo con sus pequeños botines. Estornudaba de tanto en tanto al soplar el polvo de los objetos que iban llamando su atención, y no tardó mucho tiempo en ver aquel Acordeón exiliado de sus días de gloria. Algo en el Acordeón comenzó a vibrar de nuevo, cuando aquel pequeño de grandes ojos y camisita sucia se acercó a él.

El dedo del pequeño se posó en el Acordeón, que inmediatamente sintió su energía joven y divertida. El niño miraba su dedo ennegrecido por el polvo, y repetía la acción una y otra vez hasta que con palmaditas y soplidos el polvo antes pegado a madera y teclas, ahora flotaba libre del Acordeón y sus escasos recuerdos de gloria. Era un Acordeón muy grande como para que el pequeño lo cargara y lo hiciera sonar, pero eso no detuvo la divertida imaginación del pequeño, que de pronto sentado y con todo su esfuerzo infantil, levantó aquel instrumento de viento y lo hizo sonar.
El Acordeón estaba impresionado. Por más esfuerzo que hizo no logró sacar algún sonido hermoso, las notas se duplicaban desafinadas en el ático llenándolo todo con su sonido vibrante pero sin sentido. El niño no paraba de reír, y carcajada tras carcajada volvía a presionar al azar las teclas del gigante de viento, tocaba, volvía a reír y tocaba de nuevo.

Cuando la tarde cayó sobre el mundo, una luz amarillenta invernal que se colaba por la ventana le dijo al niño que estaba cerca la cena, y lo comprobó cuando el olor de algún guiso, apenas perceptible entre el polvo del ático, llegó hasta su nariz.
Dejó en su rincón al Acordeón y salió precipitándose por las escaleras olvidando cerrar la puerta.
Toda esa noche, el Acordeón y los olvidados del ático escucharon por la puerta abierta lo que abajo ocurría, y platicaron como nunca lo habían hecho, sobre aquel niño de botines desabrochados y de ojos gigantes.

La mañana siguiente no fue diferente; el pequeño subió emocionado a tocar aquel viejo que tanto lo hacía reír, y así lo hizo los siguientes días por mucho tiempo.
Una tarde el pequeño subió después de la hora acostumbrada. Despuntaba un sol caliente que se dejaba entrever por la ventana, y un cielo azul profundo ocupaba todo el campo de visión del Acordeón; ese día el pequeño lo sacó por primera vez en años de aquel ático, y por primera vez también en mucho tiempo, sintió la vida de todo lo que le rodeaba. Recorrieron juntos y a tumbos torpes un pasillo con barandales de madera, trastabillaron hasta casi caerse por las escaleras que se abrían paso hacia abajo terminando el pasillo, y llegaron a una habitación iluminada con un candil recién encendido.

Ahí, sentado en un sillón con tapiz verde y gastado, los esperaba un hombre cano, quizás tan viejo como el Acordeón; su cara le parecía familiar, quizás lo hubiera visto antes en algún sueño. Ese hombre traspasado por la vejez miró al Acordeón con pena y júbilo al mismo tiempo. Ambos habían sufrido el peso de los años y la corrosión de la humedad, ambos vivían de recuerdos que ahora sólo se podrían acumular en una mente olvidadiza y un fuelle con tuberculosis de polvo.

El Viejo se dirigió al niño con una voz titubeante, apenas perceptible para el Acordeón que se resbalaba lentamente de los brazos del chiquillo. Mientras le hablaba, el Viejo hacía ademanes y asentía con la cabeza.

- Traelo hasta aquí, por favor- le dijo el Viejo
Su voz sonaba como la del mismo tiempo, sí es que éste tiene voz alguna.

-Aquí, ¿ves? El Acordeón se coloca así-

El viejo tomó con manos temblorosas al Acordeón, presionó el aereador junto a los botones y lo extendió hasta que alcanzara su largo total. Entonces lo comprimió lentamente, y una nube de polvo salió de las entrañas del Acordeón produciendo una tos entrecortada en el Viejo.

-Ha estado olvidado en ese ático por siglos- Le dijo el Viejo al Niño con una sonrisa culpable en la comisura de sus labios.
Aquella boca conquistada por las arrugas quería articular algo entonces, pero sólo dejó escapar un suspiro, un suspiro que, sin que el niño lo supiera entonces, había sido un poco del alma del viejo, que en sólo segundos, había recorrido veloz tantos recuerdos amasados en su memoria. También había sido un suspiro de polvo, como el que el Acordeón hubiera hecho apenas un momento antes.

El Viejo respiró hondo, así también lo hizo el Acordeón que ahora temblaba en las piernas del Viejo, temblaba de emoción, temblaba por que no tenía otra cosa que hacer. Ese temblor desapareció cuando el Viejo, acomodó cada uno de sus dedos, que antes también hubieran temblado, pero que al contacto con las teclas aparentemente inertes del Acordeón, sintieron juventud de nuevo. El fuelle se estiró lentamente, y conforme fue haciéndolo salieron las notas, al principio entrecortadas, pero más adelante fluidas, como sí aquellas manos estuvieran empezando a recordar y vivir.

Así el candil observó tan perplejo como el niño la agilidad con que aquel Viejo prácticamente inmóvil recorría con sus manos el cuerpo del Acordeón. Así miraron y escucharon todos aquellas notas que tan pronto nacían en el Acordeón y el Viejo, morían en el cuarto iluminado y se perdían una vez más en el recuerdo.

-Habrá que afinarlo- Le dijo el Viejo al niño una vez hubiera terminado de impresionar a los silenciosos escuchas.
-Cuando quede afinado tendrá ese sonido maravilloso del que te conté alguna vez-

El niño miró a su abuelo, pero no dijo nada. Una luz en sus ojos se había extendido cada vez más, algún día tocaría ese Acordeón como su Abuelo lo hubiera hecho antes.
El niño, había encontrado su sueño en el lugar menos esperado, en el olvido.

No volvió el Acordeón al ático entristecido por el carcomer del tiempo, encontró en otras manos su gloria, y con otra alma entremezcló sus notas y por siempre cantó y fue feliz.

Mononoke

martes, 18 de mayo de 2010

Hasta seis puntos imaginamos en un dado


Una chica parada de espaldas a un espejo, mas que nada vestida de blanco. Lleva algo consigo. Una bincha, ojos claros, una linda sonrisa, una bandeja. Pequeños rollitos de pollo procesado y clavados con escarbadientes y apoyados sobre las bandeja de plástico que sostiene la chica que esta parada de espaldas al espejo que ocupa casi por completo una de las paredes de la larga quesería. Frente a la chica; la bandeja de plástico; los rollitos diminutos de lo que se decía eran de pollo pero más bien se veía como queso; el escarbadientes; la bincha y su sonrisa estaba un señor acercándose a la chica, totalmente atraído por el pollo y la chica y todo eso y cogiendo uno con un sutil y delicado movimiento de prensa con sus dedos pulgar e índice (movimiento que nos hace ganar un peldaño mas alto que el del mono) se lo acerca a la boca que abre grande y antes de que se le escape la primera gota de baba lo engulle. Riquísimo. Dice mientras pensaba en la chica. La chica lo mira, parada de espaldas al espejo. Gente que transita el lugar. Van y vienen. Se alejan. Sacan numero y hacen cola igual, por las dudas, por si el ventajero salió hoy a la calle. Yo llegue antes, no yo, no yo, no yo, yo, yo. El traje blanco, la marca en la falda, en la camisa y en la bincha. La bandeja de plástico, de plástico, bolsas de plástico, nylon, ropa de plástico, ruedas, autos de plástico, televisores, video caseteras, DVD de plástico. Combustibles fósiles que hacen plástico. Energías no renovables. Energías renovables. Cambio climático. Caos. Medios de comunicación. Profecías. Miedo. El petróleo del mundo. Repsol. Bush. YPF. El auto. Caminar al trabajo, tal vez bicicleta, entre todos es mas barato y menos culpa. Se acaban los rollitos de pollo. Quedan solo tres o cuatro. La bandeja vacía. Los rollitos no están. Los escarbadientes no están. Algunos fueron a parar a los bolsillos y luego cuando llegaron a sus casas los arrojaron al tacho de basura. Otros fueron a parar a la vereda, otros al tacho de basura del lugar y algunos se los dieron a la chica que los aceptó con un sonrisa. Luego se preguntó que haría con ellos. Tal vez los tire en el tacho del local ni bien valla a buscar más rollitos. Pero todos finalmente terminaran en la misma pila al borde de la ciudad si todo sale como se planeó. Mas escarbadientes, mas sonrisas, mas pollo. Escarbadientes de madera. Escarbadientes que entrega el mismo proveedor que les entrega las servilletas de papel, que fueron madera también. Que transportan desde la fabrica de escarbadientes, donde trabaja también una chica con una sonrisa parecida, pero que viste de traje atendiendo los pedidos y a los proveedores de madera y químicos y de Técnicos. Y organiza los sueldos de todos. Nunca se preguntó para que se usan los escarbadientes. Solo supone que hay quienes los prefieren al hilo dental. Quedó un pollo en la bandeja, le pareció ridículo quedarse parada con solo uno, lo come y guarda el escarabientes en el bolsillo de la camisa, con el que mas tarde estará colgando una nota en el telgopor de la pared de su habitación, que se escribió a si misma. De ese mismo árbol salió un juego de mesa y seis sillas que compró de oferta una familia tipo de la zona oeste del gran buenos aires, cuya hija menor creía estar enamorada de un compañero de escuela pero que años mas tarde comprenderá que solo fue caprichos de infancia, influencia de sus compañeros y de toda su sociedad porque descubrirá que en realidad es lesbiana. Pero él no, él crecerá y continuará el trabajo de su padre. Fabrica cientos de cajas diferentes, no tanto a pedido, más bien por contrato. Entre esos clientes comercia con un amigo de años y siempre le entrega unas cajas más bien chicas que luego su amigo utiliza para llenarlas con algo que ni siquiera él, el proveedor de cajas desde hace años, aquel que continuo con orgullo los años de esfuerzo de su padre haciendo las necesitadas cajas de cartón que se hacen de madera para envolver cientos de miles de millones de productos comerciales que se venden en todo el mundo para que lleguen seguros a nuestros hogares al consumirlos, conoce. Las usa para empaquetar los pedidos de folletos, facturas y todo aquello con lo que facturan las imprentas, como publicidades de cualquier tipo, entre ellas son grandes clientes la pollería de un barrio cercano, donde el viejo dueño todavía a pesar de la gran y desleal competencia de las grandes pollerías que utilizan macabras técnicas de optimización de producción, se esfuerza por sobrevivir. Produciendo sus propias gallinas, a las que cuida muy bien, y las ofrece luego lo más frescas posible al público. Hace poco lo consultaron para saber si vendía trozado el pollo y el les contesto que sí, pero tuvo que negarse al pedido que le hicieron sobre comprarle aquellas partes que el consideraba no eran para consumo humano, tal vez por ponerse viejas. El viejo tiene tres hijas a las que ya no ve. Lo llama a veces una de ellas. Así se enteró que se caso y vive en la costa. Mar del Plata. Su esposo fue allí a probar suerte después que lo echaron de la empresa en la capital federal donde trabajaba vendiendo tela. Tela de todo tipo. Retazos y por metro. Por mayor o por menos. Batistas; lienzos. Veinticinco centímetros por favor para arreglar una manga. Para cortinas. Para pantalones, remeras, sabanas, vestidos de quince, de novias, camisones, muñecos, manualidades, para fabricar y vender. Los mejores clientes. Las señoras de edad avanzada que quieren siempre la última pieza de la pila enorme de gabardina estampada. ¿Por que no las lisas? Hay más colores y son más fáciles de alcanzar. Marrón, azul marino, aero que compran los trabajadores, o los que les gustan los pantalones fuertes. O la blanca, que esta mas a mano. Es la que más se llevan los que practican artes marciales. La semana pasada casualmente vendieron varios metros de gabardina de puro algodón, blanca, de 8 onzas de grosor, marca Niza, al dueño de la quesería que planeaba contratar a una chica que luciera un vestidito blanco con el logo de la empresa en cada parte, en la falda, en la camisa, en la bincha y si puede en la sonrisa. Que sostenga una bandeja de plástico frente a la pared de espejo del local, ofreciendo la nueva variedad de fiambre de pollo para que la gente le de una probadita y se tiente a llevar unas fetas a su casa.


Dibujo: Ana Perez de Alba